Donde las mariposas revolotean
Donde las mariposas revolotean
Estamos en el amor: un amplio espacio donde las mariposas revolotean.
Pero tu cuerpo, pero mi cuerpo, encajan, todo encaja. Sobre todo las caderas. Tu pecho se acopla a mi espalda, mis nalgas moldean tu estómago en una concavidad.
Todo.
Son los olores, el olor a sudor, nuestros olores se enredan, se funden intoxicándonos hasta la plenitud más plena la sal de tus cejas.
Continúas leyendo. ¿Te acuerdas? Follábamos a toda hora, por todas partes, en todas posiciones, ritmos, cadencias.
Acabamos de conocernos. Me lees. Acabo de dejar a Rex: tres años de desaveniencias. Una relación rancia sólo puede ir hacia la hiel: ayer le dije que esta vez era definitiva. Tengo las llaves de su piso y abrir ya me parece una penetración en un territorio ajeno. La casa habitada por una historia todavía no cicatrizada: mis trastos, todavía me falta recoger algunos trastos.
La cama doble: el desorden de las sábanas que todavía huelen a mi cuerpo se presenta como un juego de luz y sombras: espectáculo barroco. Miras la cama y me miras. No. No podría en este lecho de desaveniencias, de representaciones recientes: ayer todavía dormí con Rex.
Llega Rex enciende la televisión: como siempre. Mordisquearte el cuello. Tus músculos. Te acabo de decir que no me gustan los hombres musculosos. Asociar los músculos con el poder, la disciplina del cuerpo, el culto de la fuerza. Ahora entiendo tus músculos. Y los venero. Y entiendo tus venas que se hinchan.
Fóllame.
Rex enciende la televisión mira el boxeo, una danza estética en su violencia, mientras nosotros nos vamos acomodando: hablamos: Rex mira los cuerpos sudorosos y habla. Está sentado en el borde de la cama. Las sábanas son blancas y están almidonadas.
He venido a recoger mis cosas: el espejo de la entrada, el contestador automático y la tostadora.
Las caricias extremas: ahora cubres nuestros cuerpos con la sábana. Me rozas, me humedezco. Y tu piel, me gustaría hacerme un vestido con tu piel.
Rex observa nuestras caricias como si nada estuviera sucediendo: estamos follando. Ya no me puedes leer porque te estoy follando y todo se ha hecho borroso y Rex sigue hablando sobre el ring y las estrategias del negro: quiero que tengas en cuenta que no se trata de una venganza, es pura contingencia, y nosotros follamos sinuosamente mientras hablamos con Rex de ocupar una casa, mientras él fija la mirada en la pantalla las vibraciones llegan hasta la esquina de la cama: un ligero sobresalto, un fuerte golpe que reverbera a través de la gomaespuma hacia el sitio donde él está sentado.
Rex: ¿Una taza de té?
Cuidado suspiras, el ritmo crece hasta un jadeo asfixiante, Rex vuelve con la bandeja y el juego de té, desaceleramos, yo estoy encima de ti, y tú estás totalmente dentro, vuelta a la conversación sobre la técnica del negro, pero me gusta cuando juegas con mi clítoris al mismo tiempo. Bautizas mi cuerpo mis muslos empapados se sienten dignificados entre gemidos sordos emitimos sonidos de corroboración: sí, el austriaco se ha dejado agotar al principio, está caos de la pelea: Rex como siempre continúa su monólogo: unilateral: como la televisión.
¿Leche?
Ahora chupo tus dedos jugosos impregnados de mi te ofrezco tus dedos: no sé por qué tiemblas.
Una y media de azúcar por favor.
De nuevo en la calle, mi casa es el mundo: hay que recuperar la calle dices. Vamos en bicicleta: como siempre no llevas slips y la inclinación de tu cuerpo hacia el manillar me permite atisbar la zona púbica, pero cuidado me voy a pegar una hostia, ahora cuesta bajo ponemos la primera nos deslizamos por el juego de pendientes que llevan a Hampstead. ¡Para, para!. Es un edificio racionalista de los años 30 debe ser y las ventanas del segundo piso están cegadas con planchas de madera. Al tocar a la puerta del bajo los ladridos de un perro contestan profesionales: ¿quién es?: ¿sabemos quiénes somos?: una joven elegante nos abre la puerta: en el segundo solía vivir un tío de Glasgow, desde hace tres meses que no se le ve la cara.
Subimos la escalera helicoidal hacia el segundo: está cubierta de hojas secas en un otoño fraguado. La puerta entreabierta, el candado abierto: todo es oscuridad, entramos, enciendes el mechero, es una casa enorme, llena de mierda pero enorme. La pared de la cocina está enferma de hongos, un virus que coloniza poco a poco la casa. Desclavamos una de las chapas que cubren las ventanas: la luz penetra el salón: la chimenea está llena de huesos amarillentos, los hongos se esparcen por el rodapié como en una especie de friso invertido.
Botellas de ron irlandés vacías, revistas pornográficas, páginas pegadas, un consolador mugriento, colillas de porros: el espacio es estupendo y es céntrico aunque la ausencia de amor. La habitación del final da al jardín donde un columpio solitario asediado por hierbajos promete oscilaciones. Dormiremos aquí esta noche, follaremos como conejos, por la mañana me vestirás todavía extendida en la cama para ir al colegio.
Ahora follamos en el tejado de mi colegio. Todo está cubierto de nieve. La gente de las oficinas de enfrente no nos pueden ver, mis colegas cruzan el jardín hacia lugares desconocidos mientras los vagabundos se mueren por la helada. El frío tajante, demasiado caliente la chimenea. Mi cuerpo contra la chimenea, el tuyo contra el mio.
Aparecen huevos diminutos y se reúnen en manchas grisáceas granuladas: son los orígenes.
Nunca llevas slips, nunca llevo bragas: las mejillas, las orejas heladas, el frío hace que la sangre circule lúcida. Contra la pared, de puntillas, tú ligeramente agachado, reímos, follamos.
Lipotimias del alma.
El tráfico prosigue, la ciudad nos ignora mientras nosotros nos mecemos y reímos del regocijo de nuestros cuerpos, de la directora parada ante el semáforo. Completamente vestidos y con el abrigo puesto, nuestros sexos se cubren el uno al otro como en un acto de timidez.
La nieve quema.
Morder cartílagos: el lóbulo de tu oreja es un trozo de felicidad, como tus huevos y como tu cresta ilíaca son la bienaventuranza.
Durante el sueño los hongos continúan reproduciéndose, los insectos poniendo huevos, las ratas jugando con el consolador. Te quiero. Nos levantamos exhaustos de vivir nuestras vidas y un tío de dos metros nos da los buenos días apuntándonos con una pistola: buenos días. Cuando estás desnudo y te apuntan con una pistola te sientes más vulnerable que si estuvieras completamente vestido, pero cállate no digas nada. Mi boca todavía huele a tu sexo. ¿Qué hacéis aquí? dice con un fuerte acento de Glasgow pero ¿qué coño hacéis aquí? Esta es mi casa. Esta no es tu casa. Esta casa la acabamos de ocupar nosotros. La puerta estaba abierta y está claro que aquí no vive nadie. Acabo de salir del talego dice, estoy bajo fianza dice, esta es mi casa, os doy cinco minutos para que os larguéis.
Su estrato social está escrito en su rostro: las secuelas de la varicela en su piel, los escasos dientes están podridos y en su frente se puede leer la palabra NADA. Las manos enormes, en los nudillos lleva tatuadas una letra por nudillo las palabras HATE y LOVE. Sus manos enormes: está claro que podría liquidarnos con sus manos enormes. Miro preocupada las pocas cosas que hemos traído: el tocadiscos las maletas el ordenador: no os preocupéis, dice, por estas cosas, a mi sólo me gusta volar cabezas. Ríe. Sin lugar a duda una muerte violenta repercute en la vida ultraterrena porque el alma se tiñe de tristeza y temor. No queremos correr el albur de morir en manos de esta pobre bestia que ahora levanta la cama doble de un golpe y la pliega en dos: está buscando algo, desesperadamente busca algo. ¿Dónde están los pasaportes? grita, ¿dónde coño están los pasaportes? No sé si lo de los pasaportes es verdad, si es una ficción para acongojarnos. La pistola está rozando tu sien y yo te quiero. ¿Queréis que os vuele los sesos? Ríe. Simplemente somos squatters. Estamos sin casa. Llegamos a noche y no hemos tocado absolutamente nada. Nuestra orquestada inocencia no conmueve: recoged vuestra basura y desapareced. Sigue todos nuestros movimientos con la pistola. Lo siento pero no: digo. Me acerco furiosa: soy la furia. Y le escupo en la cara. Entonces me mira y me dice francesa de mierda y se pone a llorar.
Somos nuestros: el espacio cubierto de huevos que se convertirán en larvas en un caos secreto en las paredes, en el techo, en el suelo, en el pomo de la puerta las orugas fabricarán una especie de algodón en el cual se envolverán vergonzosas.
Por todas partes. En el tren de vuelta de casa de tus padres las luces forman una raya continua en la ventana. En nuestra ventana coinciden varias imágenes: como un texto complejo, como un palimpsesto: un trozo de compartimiento reflejado en el cristal, la imagen de la ventana opuesta, el paisaje que se ve a través de ésta, y el paisaje que se ve a través de nuestra ventana. El placer de percibir se une al de la velocidad, luego la moción del tren a la moción de nuestros cuerpos en un jadeo unísono.
Gracias por estos momentos de felicidad: gracias a ti.
El vibrar del asiento, sentada dentro de ti, acuclillada dentro de ti, rechinamos como si algo se estuviera a punto de romper: el ruido es el de un triturar. Adheridos. Sin ninguna distancia entre nuestros cuerpos, totalmente uno, los estremecimientos cantan esa unidad.
Reading.
Cuando el tren pasa por una estación desacelera, un momento de incertidumbre, pasa de largo, proseguimos. Te quiero. El revisor que nos tica los billetes: yo simplemente sentada sobre ti, mi falda cubriendo tu bragueta abierta, los olores todavía no sólidos en el aire, igual percibe una insinuación de emanación a cuerpo o una beatitud extraordinaria en nuestras mejillas.
Quiero adornarte el cuello con un collar de succiones para que lo luzcas ante tus mejores amigos.
El paisaje entre ciudad y ciudad: pasamos por una montaña de colores metálicos, en su belleza, en la inexistencia de tumbas, nichos, estos cuerpos mutilados sufren el abandono póstumo como en una matanza en masa sin tregua un desguace improvisa un monumento a los caídos.
La sal de tus pestañas: el revisor tica los billetes dulce, casi conmovido, pensando que estamos enamorados.
Estamos en el cielo.
Hemos recogido todo y hemos abandonado el infierno mientras el tío de Glasgow seguía llorando en el diván. Le he robado la pistola y ahora la saco y me doy cuenta que es de juguete, una pistola sofisticada de juguete. Se la regalo a una niña para que se defienda de sus padres. Y de los pederastas. Toda la calle son squats pero todos están ocupados. Contamos la historia. ¿Podemos dejar esto aquí hasta que encontremos un squat? En el 69 hay uno vacío pero la tía está loca, no os dejará entrar.
El 69: la loca es iraní, el interrogatorio, hablamos con la loca. En realidad parece una entrevista de trabajo y parece una persona sensata. Pondera. Inquiere. Sopesa. Sí, sí, os podéis meter, sí, sí. Y baja con una escalera para que podamos entrar por la ventana. La casa está limpia y ha sido recién pintada en tonos pastel. Abrimos la puerta de la entrada que da a otra puerta metálica incrustada con tuercas y tornillos al marco de madera. Para quitar las tuercas utilizamos una llave inglesa y un martillo, la resistencia pero poco a poco se van soltando. Los últimos son los más arduos y de repente oímos gritos y patadas en la puerta precintada, quién hay ahí grita una voz extranjera femenina. Una mujer voluptuosa y bellísima se asoma a la ventana: ¿qué hacéis ahí? Estamos ocupando el apartamento, nos ha dado permiso la del tercero que es la única que no ocupa de esta casa. Voy a llamar a la policía dice iracunda la mujer voluptuosa.
Es iraquí vive en el squat de enfrente y ahora vuelve con la policía. Tiene unos ojos azules preciosos, brillan como si se acabara de meter heroína en las venas o tal vez sean lentillas de color. Todavía no hemos quitado la puerta precintada y la policía parece mostrar más hostilidad hacia la denunciante que hacia nosotros. Baja la del tercero. Si ayer ya estuvieron aquí de redada. Tu marido es un camello y apesta. Y tú eres una puta y tu hijo un bastardo. Y la policía se enreda con ellas y no nos dice nada y se va amonestándolas con palabras severas. El niño llora. Nosotros escuchamos todo con las orejas pegadas a la puerta de metal.
Tantas veces. Las horas huidizas. El mundo deja de ser un reducido espectro de fragmentos y se convierte en una sola pieza. En el coche de Max. Detrás mientras Max y James intentaban sintonizar radio tres y la lluvia caía como una cortina de acero sobre el techo: los parabrisas demasiado lentos para borrar las gotas antes de que la ventana se inundara de nuevo.
Antropofagia: pero no se lo digáis a nadie.
En el coche de Max ladeados: mi cuerpo paralelo al tuyo en sus curvas, por detrás como los perros, yo me movía cuanto apenas: el codo apoyado en el asiento, la cabeza en mi mano, la autopista casi vacía monumental como un rascacielos a lo largo, la conversación fragmentada, asentimos con un gruñido de vez en cuando como bestias inocentes.
¿Por qué llueve?
Los líquenes: mi entrepierna mojada, tantas veces las medias ligeramente enrolladas bajo las nalgas, el trozo de toalla de las bragas ligeramente apartado hacia un lado, completamente impregnado de nosotros, se convierte en una zona muy resbaladiza donde ningún movimiento es torpe y la sincronicidad absoluta: todo resbala en su sitio, tu polla se desliza de un lado a otro tranquila en una danza coordinada, tu mano desde detrás frota acariciante mi pecho duro, hinchado.
Y en el vaho de los cristales escribí tu nombre.
Max hablaba sobre la fiesta y luego empezó su discurso habitual sobre Heidegger y el da sein, no por favor, de vez en cuando, más, interrumpiéndose para anunciar, no tan deprisa, la dirección en la que tenemos que continuar.
James mira el mapa, dice ahora después de X viene Y, y nos tragamos los gemidos en una fiebre muda: la inercia: no podemos parar pero tampoco abandonarnos totalmente como aquel día en Kew Gardens en pleno mediodía, Virginia Woolf ha escrito sobre Kew Gardens: sobre el césped las familias paseaban dominicales.
Coartada: en medio del parque tal falta de discreción se convierte en una imposibilidad, lentos, jocosos, las sospechas sólo pueden permanecer sospechas.
Ahora el espacio está cubierto de orugas: sumidas en un sopor atemporal deciden la muerte al movimiento.
La inercia: parar repentinamente hubiera sido una confirmación. Empiezan a acercarse por aquí, por allá: son las miradas soslayadas. Nosotros inocentes e ignaros procedemos contenidos. Donde el contenimiento se vuelve fuente de placer: es la perversión del gozo controlado.
La bella iraquí manipula y embrolla como si saliera de un cuento árabe: esto la hace todavía más bella. Ahora que se ha ido la policía escuchamos a través de la puerta metálica que todavía no hemos logrado derribar todo tipo de violencias. Los gritos, se están pegando y los insultos. Son las agresiones. Los sollozos del niño como música de fondo. Ruidos de golpes y zarpazos. Irán e Irak continúan con la guerra en el hall, mientras el niño solloza lágrimas de desarraigo.
Me has hecho sangre cerda.
Detrás de la puerta, la impotencia. Poner imágenes a los insultos: una ampliación de un ojo morado ostenta una amplia gama de violáceos, ahora la sangre emana a borbotones desde la nariz hacia la boca sorprendida mientras un trozo de piel es arrancado a bocados. El embrutecimiento se renueva: te voy a arrancar los ojos zorra: pero si hasta tienes anticuerpos sidosa: mierda: ahora reina el silencio.
El marido de la iraquí nos quiere ayudar, dice. A través de la puerta metálica sólo podemos guiarnos por su voz agradable. Sabemos que es un camello de heroína y que la adultera con aspirinas para que a los yonquis no les entre dolor de cabeza. Y desde fuera estira con fuerza hasta que la puerta cae en el pasillo. Ahora sólo queda poner una cerradura en la de madera para que pueda ser nuestra casa. Los iraquíes nos invitan a su squat de un lujo sospechoso para ser un squat. Nos vamos a comprar una casa en Hampstead dice ella. Si queréis meteros en éste, éste es demasiado grande para nosotros, y nosotros nos cambiamos al vuestro. Después de la secuencia policía pelea, ahora nos ofrece su squat a cambio del nuestro en un incompresible trueque. La iraquí habla sensual, habla confundiéndolo todo, contradiciéndose, mintiendo, inventando, hilvanando historia con historia como nos enseña la tradición persa para hacer perder el hilo al oyente y el ovillo en una emanación babilónica de datos turbios que se desdibujan en informaciones deformes, pero nos ha cautivado. ¿Ya tenéis electricidad?
Nos sigue enredando en una vorágine de imposibles mentiras. Se levanta, corre hacia la casa de enfrente, y de repente vemos como se apagan todas las luces y esta scherezade urbana vuelve con los fusibles que acaba de robar y nos los ofrece. Lleva un pañuelo en la cabeza atado a la nuca, huele a patchuli y tiene un cuerpo monumental. La verdad es después de todo una construcción, algunas mentiras tienen el encanto de la fábula: queremos ser engañados, como en la seducción, más allá de lo verdadero y lo falso, porque la verdad no está hecha a la medida de nuestras deseos.
Te deseo. En la playa con mi perra que se acercaba nadando femenina: sonreíamos chapoteando, abrazada a ti, mis piernas alrededor de tu cintura, los movimientos determinados al azar por las olas del mar.
Bajo el agua yo me seco pero tus erecciones: no me gusta bajo el agua.
Podría escribir una oda a tus erecciones.
Follamos toda la noche hasta la cancelación más absoluta: el sueño viene dulce como una bendición y nuestros dientes ríen de nuestros brincos: me gusta que después de tantas horas no estés agotado.
Te enciendes un cigarrillo: tus pupilas brillan, me dices: ¿te acuerdas cuando estabas recostada sobre la televisión y yo te montaba salvaje y vino la policía por los gritos? También desde la cama hacia el pasillo terminábamos contra la puerta de la entrada, arrinconados, sólo con la posibilidad de trepar las paredes o recorrer el pasillo de vuelta o en la cocina contra la lavadora: ¿te acuerdas?
Son las crisálidas adheridas a los sólidos, reposan su invierno dejando huellas amarillentas.
Tantas vueltas. Trepar tu cuerpo. Lamer tus orejas. Yo escribía en el despacho sobre la necesidad de interferencia.
No. No quiero fumar. Quiero que tu sabor permanezca en mi boca.
Interferencia con el mundo más allá de la palabra escrita: te acercas, te sientas en mi silla, me haces sentarme encima de ti.
Mi escritura prosigue mientras tú te deslizas dentro, te mueves lentamente, yo continúo escribiendo cada vez más locuaz, cada vez más velocidad, las líneas se hacen borrosas, las letras se nublan, continúo escribiendo hasta que cedo, me rindo, empiezo a entrarte yo también.
Me dejo transportar, luego, como una bestia, mi espalda contra tu pecho empieza a alejarse, a encorvarse, con la rapidez dentro, fuera, dentro, fuera, hasta que el hormigueo mental se hace insoportable: ese fulgor rojizo.
Un movimiento nunca mecánico porque el amor se renueva con cada golpe hasta un estado que roza con un transcendental bajo horizontal.
Lo horizontal y lo vertical se confunden, la elevación y la degradación, las diferencias caen para disolverse en un estado de bendición que no es estático sino continuación en movimiento en su inercia sin poder parar hacia el delirio más insoportable y placentero.
Te quiero: ese crecer del pecho.
Con cada golpe te conviertes en otro. Y con cada golpe te reafirmas, te conviertes en ti mismo. Me ruegas te sujete los huevos con fuerza y a mi a veces me gusta torturarlos un poco hasta que gimas un dolor convincente.
Y lo salvaje: caemos en un delirio salvaje donde el va y viene, las embestidas, se convierten en un levitar sin tocar el suelo como en un trance: nos enredamos apenas rozando el enmoquetado en un frenesí, un tremular del cuerpo entero, las cabezas a punto de estallar más allá del zumbido, el olor difuminado por el espacio, un olor intenso como el polen en primavera o el olor a tierra mojada. El olor en tu boca, en tus cejas, tus sobacos, olor en tu boca de mi olor: te prometo que nunca jamás me lavaré.
La alquimia perfecta: nuestros jugos en el paladar, en la garganta, entre las encías: un beso es un mundo: tu sudor: quiero comerte, follarte, y dejarte postrado por días: dolorido, exhausto, privado de movimiento: quiero morderte hasta el dolor. Y quiero verte sangrar.
Ahora ya tenemos luz pero cómo nos podemos quedar en esta casa de locos violentos pero atractivos, ya hemos puesto cerradura nueva y ahora sólo falta recoger nuestras cosas de la casa de al lado. Los gritos todavía retumban en nuestros tímpanos y veo con claridad los ojos acuosos de la iraquí. Baja la iraní: mirad lo que me ha hecho la zorra por vuestra culpa. No os mováis de aquí. Nos muestra un arañazo profundo en el brazo. Seguramente están esperando a que salgáis para ocupar vuestro squat. A ellos los echan la semana que viene y está claro que tienen pensado moverse a éste. Es una larga pesadilla. Se va. Viene la iraquí. No os creáis nada de lo que os diga esa loca, está loca, se pasa la mitad del tiempo en el psiquiátrico donde no la quieren porque está loca. Se ha cambiado de vestido y ahora parece una señora de clase media. La imaginamos la perfecta impostora con un atuendo para cada ocasión. ¿Qué os ha dicho esa esquizofrénica?
Nos vamos. Sabemos que nada más cerrar la puerta entrarán y cambiarán la cerradura. De hecho, cuando pasamos por ahí otra vez, la luz está encendida y alguien la apaga corriendo cuando nos ve pasar. Estamos en la calle. ¿Dices que la calle nos pertenece? Nunca he ido a un motel. Pero no podemos ir a un motel en bicicleta. Cogemos un taxi. Estamos agotados de tantas hostilidades, tantas ratas, esta ciudad es una gran enfermedad. Ni siquiera leyes tácitas, la gente se bebe su propia sangre por no derramarla por tierra, aunque proyectan sus pesadillas hacia el exterior en un intento desesperado de deshacerse de algo que les es innato y que vuelve de nuevo a ellos porque son como un gran imán para la mala fe. El taxímetro sigue produciéndonos taquicardia. El taxista habla de los travestis, dice que le han quitado el trabajo a las mujeres, que con ellos las mujeres ya se pueden ir retirando porque los hombres sólo quieren ir con ellos, lo sabe él que es taxista y la vida es más difícil de lo que parece. Llueve y nunca he follado en un motel. ¿Y tú?
Tantas veces. Tu pecho, tu espalda, tus brazos, tus nalgas terminan cubiertos de marcas, mordiscos, moraduras, arañazos: te cojo del pelo mientras me muevo bestia, mis ojos abiertos, fijos en tu abandono, también en tu cancelación hasta que caes exhausto de placer.
Todo es un gran juego. Jugamos a anularnos para afirmarnos. Jugamos a follar hasta la derrota más rotunda. Desafío al cuerpo. Tritúrame. Un derretirse cubiertos de sudor. Algo en nosotros se evapora, se condensa en el aire del apartamento, invasión de todo intersticio, impregnación de cada rincón: pero no puedo gemir, mi garganta es una sequía, pero mi cuerpo es un manantial.
Estrangularte un poco.
La inercia: una sequía de saliva. Hay algo de la disolución. Los cuerpos que se disuelven se disuelven en un todo: las piernas que ya no pueden caminar, las rodillas heridas del roce contra la moqueta, los codos desgastados, las mandíbulas desencajadas, el desierto de las gargantas: un estado transitorio hacia la renovación.
Come de mi cuerpo y bebe de mi sangre.
Jugaremos a no matar el niño en nosotros. Tu cuerpo es una infancia. La regresión nos invade y el estado primordial no es un mito, es un poder que podemos fraguar. Me dices: la felicidad no es un estado psicológicamente pobre, es un estado donde el mundo se hace comestible de nuevo.
Quiero tus testículos y quiero todos tus virus y enfermedades.
Me gusta levantarme la falda y enseñarte la ausencia de bragas mientras me chupo el pulgar en un exhibicionismo doméstico y tú hablas con tu madre por teléfono. Y me gusta deslizarme por tu espalda cremosa como si tu cuerpo fuera un tobogán. Me dices: la inocencia, la candidez, no son estados psicológicamente pobres, son estados a los que deberíamos aspirar. Te ato a la veranda del balcón, con mis medias negras te amordazo y te escrutinizo: no te pienso tocar.
Sólo me siento segura en las habitaciones de hotel pero esto es un motel y podríamos estar en Los Angeles, un punto de neón el motel en la vastedad junto a una gasolinera. Apaga la luz. Los coches zumban en la autopista en la noche. ¿Dónde está? Aquí.
Dulce: siempre me traes el desayuno a la cama. Los periódicos anuncian el fin del mundo en arrebatos apocalípticos intermitentes. Leemos los titulares del periódico: 400.000 personas sin casa en Gran Bretaña, el croissant delicioso, no queremos saber sobre la niña que acaban de violar en una biblioteca ni sobre los últimos avances médicos de la realidad virtual, pasamos al horóscopo, hoy comunicaciones, noticias, viajes, relaciones con las personas de su entorno inmediato, estudios, renovación profunda de alguna idea o punto de vista. Deseos de tener las cosas seguras o de comprender las razones últimas que mueven los hilos de sus asuntos o de su vida. Nos reconforta. Todavía queda la posibilidad de entrar en un bloque de pisos del ayuntamiento de Hackney. Pero es un séptimo piso, pero Milla nos ha dicho que nos ayudaría. Le encanta escalar fincas. Ahora se está tirando desde el décimo con la ayuda de una cuerda y una piqueta. Estamos francamente acojinados, pero desde la terraza se ve su cara llena de sonrisa, sus movimientos precisos descienden hasta el noveno, hasta el octavo, hasta el séptimo, sin titubeos rompe la ventana, abre, entra, ahora tenemos que esperar hasta que logre abrir la puerta desde dentro, es una experta. Ha pasado media hora. Hemos memorizado los graffitti silvestres que decoran las paredes del rellano, un gran círculo tembloroso con una a mayúscula dentro, una frase que dice Jesús es italiano, una gran polla erecta que nos invita a meditar sobre la historia universal de la representación de las pollas erectas y su relevancia a finales del siglo XX y Milly abre radiante, pero un nido improvisado en la repisa de la puerta cae al suelo al abrirla: son los pequeños pájaros muertos, es el signo de mal agüero.
El espacio de la ternura: untarte de melón, hincarte el diente, levantar la pata y mear: te chupo la polla con ternura. Me gusta chuparte los sobacos, el culo, las cejas, los espacios salados me devuelven al salitre tan lejano en la memoria. Ahora las mandíbulas duelen y tú besas mi dolor.
Porque sólo los locos aman de verdad: porque nunca te contaré que te estuve persiguiendo por las calles antes de conocerte.
También morderte los pezones muy fuerte: desde el pezón a través del hombro hacia el lóbulo, desde el lóbulo hacia la nuca, para pasar mi lengua en línea recta hacia la raya del culo, para terminar en tus huevos dulces.
Y quiero marcarte con hierro candente.
Cuando entre la vigilia y el sueño te pido si puedes chuparme y nunca me dices que no para entrar en el sueño ya purificada del mal beata.
Tantas horas, días, meses: habíamos fraguado un desafío contra el tiempo. Trabajábamos cuando nos daba la gana, comíamos cuando nos daba la gana, nos levantábamos cuando nos daba la gana: igual había algo de obsceno en éste no ser materialmente productores, y cuando salíamos, caminábamos con tu índice dentro de mi, como aquella tarde lluviosa: hasta que se me hizo imposible caminar con su ausencia.
Te olfateo: la armonía de nuestros olores, de nuestros cuerpos: armonía agresiva. Y armonía tierna. Y armonía enloquecida. La exactitud de cada gesto. Sincronía perfecta. Coordinación absoluta. Como un engranaje los cuerpos hablan en silencio. Y decido que la armonía no es comodidad de formas sino un modo de saber crecer y que es difícil hablar del amor sin caer en la redundancia y el sentimentalismo, pero déjame ser absolutamente sentimental por favor.
La casa está habitada por antigüedades orientales, son los objetos mitológicos más allá del valor de uso como esta figura de madera de una diosa de la fertilidad africana con la cabeza plana y redonda como un disco, o este cetro con un cuerno de cabra en una de las extremidades, o esta máscara guerrera que remueve nuestros temores. Parece que los dueños hayan apenas salido: el ketchup en la mesa junto a un abono de metro con la foto de un negro viejo, la cocina con todos los botes de mermelada abiertos, las gabardinas colgadas en el perchero de la entrada, obviamente acaban de precintar la casa. Merodeamos. Es la casa de un viejo. De un viejo negro. Y todos estos objetos exóticos en casa de un negro no pueden tener el mismo significado que en casa de un blanco y talvez tengan un uso mágico y nuestra presencia sea un ultraje que soliviante el reposo de los espíritus. En el baño un vaso de agua con una dentadura postiza nos recuerda la perfección de los dientes de la tercera edad. Un hombre aseado: las camisas blancas planchadas en el armario, el rigor de las corbatas, pero la cama apartada bruscamente de la pared forma un ángulo obtuso con la pared. Y las moscas no nos repugnan pero ahora vemos una hilera de moscas muertas sobre la moqueta beige entre la cama y la pared e intuimos la muerte solitaria del viejo. No quiero estar aquí. Yo tampoco. Porque las fotos en la repisa del aparador nos miran con ojos oscuros y huele a muerte y oímos tambores lejanos hablando lenguas desconocidas y Milly no comprende porqué no nos queremos quedar en este apartamento tan espacioso con mil maravillas de Africa Negra y exótica victoriana, tv en color, tocadiscos y calefacción central. No. Y Milly quiere llevarse las máscaras guerreras y pensamos que arrastrará una maldición milenaria y hay una fuerza que nos escupe de la casa.
Tantas veces: ahora lees y te acaricio los dedos con mis dedos. Te desnudo: pareces tan inocente. Y nuestra desnudez es como una infancia. Te digo tonterías. Me miras y sólo ves letras. Ahora te cojo de la mano hacia el baño. Mis dientes ríen como la cerveza. Tu cuerpo tendido en la bañera, mi cuerpo acuclillado sobre tu vientre: meo. Es la calidez amarilla. Meo sobre tu ombligo, sobre tu pene, sobre tus mejillas: tus dientes ríen perplejos. El amarillo translúcido contra el blanco opaco de la bañera te transporta a experiencias privadas: de ahora en adelante me perteneces.
El mundo vibra.
No me entiendes. Pero te me abandonas. Me dices: ¿te acuerdas? La bañera llena de gelatina de fresa se va solidificando. El brillo de tus pupilas. La gelatina se va moldeando entorno a nosotros y al salir el vaciado de nuestros cuerpos dura unos segundos para desmoronarse como un sueño olvidado: como cuando me puse serpientes de gelatina dentro de mi y tú las devorabas ávido.
El cielo: pasear mi lengua sobre tus nalgas.
A veces eres sólo torso. A veces eres sólo un fragmento de cuerpo: un lóbulo, una nuca.
Te digo: ¿te acuerdas? mi útero se dilataba tanto que adquiría el tamaño del negativo de una pequeña cabeza, tensa como un instrumento de percusión la piel, los sonidos reverberaban como en un tambor, tocar mis entrañas y me sentía extraña sintiéndome mujer.
Las mariposas revolotean por el espacio: como revolotea el amor dejando huellas en el aire.
Detrás de cada puerta se esconde un mundo. Podríamos vivir en un motel y observar los cactus en la aridez, desde la ventana de cortinas floreadas veríamos las rayas de la velocidad. Y podríamos vivir en un alto árbol para observaros con cierta distancia. Hemos habitado el desalojamiento. Ahora moramos esta casa ocupada, han pasado tres semanas y la policía todavía no lo sabe. En el inmenso jardín crece la menta y en primavera aparecerán moras. No tenemos que pagar nada y tú todos los días llamas a tus amigos de NY para contarles que hemos topado con el paraíso terrenal y por la noche marcamos el número para cuentos fantásticos en finlandés y no entendemos nada y a veces el vecino se pasa a hablar con los pájaros en el jardín y ahora acaba de venir a invitarnos a té el veintiuno de febrero de mil novecientos sesenta y seis año del caballo de fuego no debemos faltar. Es un artista, lleva una pulsera de plástico azulado con un número: será un gran evento dice, todos tomando té con galletas de jengibre cuando doblen las campanas, serán las cinco de la tarde el veintiuno de febrero de mil novecientos sesenta y seis, será todo perfecto porque lo violó su hermano mayor y su hermana también está en el psiquiátrico porque todos tienen envidia a los esquizofrénicos pero no lo reconocen porque son unos neuróticos porque si se enteran que ha venido a regar las plantas tendrá que compadecer ante Thatcher y Le Pen le cortará sus manos de artista y la pulsera numerada que le han puesto en el hospital caerá al suelo y será libre porque su hermano se tiró al metro cuando tenía dieciséis años pero los ángeles adoran a los suicidas porque el fuego es un elemento purificador. No faltéis.
Sólo queremos envolvernos en un capullo de seda y aguardar nuestra eclosión. Quiero construir una casa de chocolate en el bosque y quiero que habitemos ese espacio feliz como si fuera un cuento posible.
Te quiero hasta que te quiera. Y me transportas y talvez la unidad que me ofreces supone otras pérdidas. Pero quiero perderme en ti. Y la única pérdida es el miedo a abandonarse.
Mi cuerpo por dentro y mi cuerpo por fuera. Mis senos se endurecen, se hacen más grandes, más suculentos, se hinchan, también mis labios: sentir nuestra aura entorno a nosotros, son las transformaciones, por ejemplo cuando meto mis dedos en tu boca.
Esos estados esenciales donde nos volvemos transparentes y estamos llenos de blanco. El otro deja de ser una invasión, encajando en la pérdida, cancelándola. Es la recuperación, la parte exiliada sin la cual nos hundimos en el desastre. Es el desastre deseado: aquello que se había convertido en lejanía y ahora crece en nosotros como una virtud.
Si tocas la mariposa la yema del dedo queda impregnada de polvo de colores.
Publicado en Una década del Premio Internacional de Cuentos Max Aub, 1998 (bajo el título 'Nosotros')
Publicado en Susana Medina, Nosotros, 1995 Colección Max Aub (Premio Internacional de Cuentos Max Aub)